Entre tanto yo admiraba las baratijas del escaparate, impresionado por el contraste del metal, los vidrios, las cajitas acolchadas de algodón y lo que yo pensaba que eran finísimas joyas traídas de algún lugar remoto después de una peligrosa aventura, como creía yo que sucedía siempre con las joyas. Mis tíos y mi padre, dentro de la tienda, negociaban con el dueño los precios de alguna adquisición y me permitieron esperar fuera. En la calle, las aceras bullían con un trasiego continuo de gente, todos con sus gruesos abrigos, sus bufandas y sus guantes de colores apagados, sobre un fondo primaveral en el abril más frío que recuerdo. Se habría dicho que no cabía tanta gente en Madrid, pero ahí la tenía, frente a mí, en una sola calle. Naturalmente, hoy sé que el espacio en la ciudad es casi infinito, pero por aquel entonces contaba yo cinco años y era mi primera visita a la ciudad. No fue hasta seis años después cuando comprendí que los espacios son relativos, inversamente proporcionale…